El autobús habla cruzado por la ciudad como una flecha recogiendo y dejando a los ocasionales pasajeros; ninguno de los que estaban cuando yo subí permanecía en el vehículo. Dio un giro, sin embargo, en el 656. La razón de ese giro se me apareció enseguida... pero la aparté a un lado, no creyéndola.
¿Se negaba a atravesar el Acre? ¡Absurdo!
No obstante, eso era lo más cerca que me dejaría. Me encaminé a la puerta y en la siguiente parada bajé a la calle, parpadeando.
Para entonces, ya me había acostumbrado bastante a la inmutable apariencia provincial de la ciudad. Los edificios —digamos casas—, y la idea será más clara; las casas, entonces, eran en su mayoría bastante mezquinas, pocas de ellas poseían más de tres pisos de altura. Estaban construidas con cemento de un color arena sucio. A nivel del suelo se hallaban los establecimientos comerciales. Carniceros, sastres, bisutería, y tabernas, predominaban en aquel distrito. Las calles eran estrechas y a pesar de estar bien pavimentadas, lodosas, porque el sistema de alcantarillado era malo y las basuras de las casas generalmente obturaban y atascaban los albañales. Además, la mayor parte de las carretas y carros eran tirados por animales de carga y sus excrementos rara vez eran barridos del todo, de las calles, por la lluvia.
La mayor parte de las más estupendas ciudades de la Tierra, habían sido asaltadas durante la guerra; sin embargo me sorprendió la primera vez que llegué aquí y encontré una diferencia entre esta ciudad y cualquiera de las de mi planeta materno. A través de la pobreza de una ciudad terrenal, causada por el ordeño durante una generación, de nuestro potencial industrial para satisfacer la codicia de los vorrianos, habla supervivido una cierta sofisticación. Una calle terrestre tenía color y a menudo un diseño básico y rítmico. Las calles vorrianas jamás. Por todas partes los colores eran sombríos y las casas parecían como si las hubiesen dejado caer allá donde estaban, sin plan de ninguna clase ni ordenación urbana.
En la calle había mucha gente, lo que animaba las cosas un poco. Mientras me detenía para comprobar en el plano de acero qué dirección debería seguir para llegar a mi destino lo más rápidamente posible, mujeres con cochecitos de grandes ruedas se abrían paso por mi lado para recoger las provisiones familiares, hombres en viaje de negocios, correos con sus cascos rojos dando una muestra de colorido brillante, policías de negro con correajes pintados en blanco y arrieros maldiciendo a sus bueyes obstinados cuando no querían andar, me rodeaban por todas partes.
Pero no parecía haber ningún terrestre. Eso era todavía sorprendente.
Me encogí de hombros y crucé la calle hasta donde tenía que ir. Una voz aguda me gritó, diciéndome que me quedase donde estaba y mientras retrocedía dobló la esquina un grupo de soldados en período de instrucción, portando unas insignias que no supe yo dilucidar a quién pertenecían.
Como por ensalmo, cada cual dejó lo que estaba haciendo y saltó en busca del refugio del umbral más próximo; a falta de puertas donde esconderse, se apretaron contra la pared o se agazaparon detrás de cualquier carro. La misma voz áspera que me había gritado a mí —pertenecía al jefe del pelotón—, ordenó, el alto, la posición de su lugar descanso y la prueba de las armas.
El método vorriano de comprobar las armas era lindamente sencillo; cada hombro alzaba la suya, apuntaba y disparaba. Una pared que se les enfrentaba cuando se detuvieron, y que por fortuna tenía sólo una ventanita, sería inmediatamente acribillada a balazos. Oí antaño decir a los veteranos lo infantil que parecía ser la infantería vorriana ya que disfrutaba utilizando sus armas después de su aterrizaje en la Tierra, cuando tenía que enfrentarse a bolsas de resistencia y en particular de su afición a las ráfagas espectaculares. Habrían pasado felices media hora contemplando un edificio en llamas, mientras las tropas terrestres se aprovechaban de su retraso para escapar tranquilamente.
Bueno, eso era bastante espectacular; habían disparado balas de magnesio, que se inflamaban por la carga de la recámara y salían como cohetes para estallar sobre la pared con breves y cegadores resplandores plateados.
Un poco avergonzadamente, la gente que había buscado cobijo comenzó a moverse de nuevo. Consciente de la impresión que había causado, el jefe del pelotón dio unas cuantas órdenes y paseó arriba y abajo delante de sus hombres, olisqueando los cañones de sus rifles para asegurarse de que todos habían disparado.
A menos que fuesen de nuevo a abrir fuego, ya no vi motivo para quedarme como mirón. Comencé a cruzar la calle y eso fue lo que hizo que la gente me mirase con atención por primera vez.
La mayor parte de los vorrianos eran gruesos, de ojos luminosos y ligeros y vestían ropas de calle como las mías; casi uno de cada ocho o nueve de los hombres salían, iban y venían por las calles usando el escudo de cualquier casa como yo. A primera vista no era tan evidente mi condición de terrestre. Las diferencias eran principalmente internas.
No obstante, un terrestre siempre se delataría si no imitara a conciencia el modo vorriano de caminar, el ángulo en el que la cabeza vorriana va colocada sobre los hombros vorrianos y la forma de colgar las manos vacías; en Vorra las gentes mantenían los dedos rectos a sus costados.
Alguien detrás de mí dijo en un tono de larga incredulidad:
—¿Terrestre...?
El jefe del pelotón oyó la palabra, me miró y se puso rígido. Bajo su lado inferior, bigotudo, vi aparecer sus dientes.
Me quedé plantado, como si fuese una estatua de mármol, no gustándome el súbito aire de austeridad que me rodeaba, no gustándome el modo con que todo el mundo en la calle se había vuelto a mirarme.
—¡Pelotón! —ordenó el comandante—. ¡Media vuelta!
Como muñecos mecánicos los hombres giraron sin moverse del sitio. Al lado de cada cual el arma recién disparada despidió un brillo al reflejar el sol.
—¡Apunten! —dijo el jefe del pelotón y las armas saltaron a posición de fuego.
Quizás esperaba que me quedase donde estaba... no lo sé. Pienso que quizás lo hubiera hecho, porque estaba asombradísimo. Pero algún miembro superentusiasta de la multitud cogió un tubérculo de un carretón con verduras y me lanzó... y eso rompió mi situación de trance.
Eché a correr.
Había una nota de cólera salvaje en la voz del comandante mientras gritaba:
—¡Fuego!
Pero yo acababa de doblar ya la esquina de una casa y la única bala que pasó cerca de mí rasgó el vuelo de mi capa.
¿Qué diablos era todo aquello? ¿Una broma?
Pero parecía una broma muy seria. Mientras seguí corriendo y saltando a lo largo da las calles, el ruido de la turba me siguió. Yo no quería que volviesen a disparar, pero empezaron a lanzarme cosas y un par de huevos acertaron ensuciándome la capa. Por fortuna yo había pasado ya la mayor parte de la gente que encontré antes de que se diesen cuenta de lo que ocurría y se uniesen a la persecución, pero un vendedor ambulante reaccionó de manera rápida y mandó un barril rodando en mi dirección, haciéndome tropezar y caer cuan largo era.
Con la rodilla lastimada y las manos escocidas —aquella calle poseía en abundancia basuras del mercado— me levanté y seguí adelante, corriendo, el corazón desbocado.
De manera inconsciente me dirigí hacia Acre. Sólo tenía que cubrir un par de manzanas, pero me parecían kilómetros Cuando me arriesgué a mirar atrás vi que tenia por lo menos una buena cantidad de perseguidores.
¿En dónde me había metido?
De repente vi delante de mí, colgando por encima de un callejón miserable, el cartel de unos almacenes escrito con letras terrestres.
¡Milagro!, pensé, y me lancé hacia allí. A pocos pasos delante de mí un joven —quizás de veinte o menos años— que había sido atraído por los gritos que seguían a mis espaldas, entró en el callejón, Prácticamente tropecé con él.
—¿Terrestre? —dijo, tranquilo, como si aquello ocurriese cada día.
—¡Sí! —jadeé, sin tener apenas alientos suficientes para pronunciar una sola palabra más.
—Entra en el callejón. ¡Gustav! ¡Mari- jane!
Pasé por su lado. Desde el mismo umbral del que había salido, otro joven y una chica con despeinado cabello rubio, aparecieron. Inmediatamente diéronse cuenta de la situación en menos de un segundo. Cogiéndose del brazo de mi salvador, la chica del centro, bloquearon el extremo del callejón con sus cuerpos.
Al principio pensé que estaban locos, porque cuando mis perseguidores quizás llegaron hasta la boca del callejón estaban furiosos y blandían garrotes. No obstante el ver a los tres jóvenes tranquilos esperando pareció actuar sobre ellos como un cubo de agua fría. Sólo uno más acalorado se levantó, abandonando el resto, para agitar amenazador su maza.
—¿Qué habéis hecho con él? —preguntó en vorriano, usando las formas de superior a inferior.
Mi salvador me daba la espalda, así que no pude ver su expresión, pero oí su voz áspera.'
—El Acre comienza aquí —dijo-—. Si quieres entrar, hazlo solo y con las manos vacías.
Lo que en realidad dijo fue con “las garras vacías”, en efecto, porque usó las formas de humano a animal reservadas para los animalitos pequeños, el ganado doméstico y para los Insultos más vejadores. Escondido en el umbral de la tierra, cerré los ojos. ¡Ningún vorriano iba a soportar tamaño insulto de nadie!
Sólo que allí no hubo ningún ruido de pelea. Cuando volví a mirar, alguien más de la multitud se había adelantado y señalaba al acalorado, lanzando miradas furiosas por encima de su hombro.
Los tres esperaron hasta que la multitud se hubo dispersado de mala gana. Luego se soltaron los brazos y se sacudieron las manos con aire de satisfacción. Mientras regresaban a donde me escondía, me r»use en pie, sintiéndome extrañamente avergonzado.
—Gracias —dije—. Yo no estaba preparado para eso.
—¿Qué pasó? —preguntó el llamado Gustav.
—Un pelotón en período de instrucción... quería utilizarme para prácticas de tiro —traté de hablar de manera tan casual como ellos.
—No deberías haber salido solo por allí, entonces —repuso Gustav—. Están haciendo exhibiciones de fuerza en torno a Acre desde hace unos buenos treinta días.
Una expresión de turbación asomó a mi rostro.
—¿Cómo has logrado venir hasta aquí solo, de todas maneras? —me preguntó—. ¿Y quién eres? Me parece que no te he visto antes.
—|Ken! ¡Gustav! —habló Marijane, la muchacha, en tono autoritario. Extendió un brazo y señaló.
Yo había estado de pie en medio de la puerta de la tienda mi brazo izquierdo, con el escudo de mi casa que quedaba en la sombra; el callejón estaba muy oscuro porque los edificios se hallaban muy próximos y el sol apenas pasaba entre ellos.
Los jóvenes siguieron con la mirada la dirección que señalaba el brazo. Un momento más tarde y con una expresión de manera estudiada que jamás habla visto en los ojos de mis perseguidores, sus rostros se descompusieron. Ken se adelantó, me cogió el brazo derecho, me lo retorció con furia a mi espalda y me arrastró al centro de la calleja; de una funda Gustav sacó un cuchillo y lo colocó delante de mis asombrados ojos mientras Marijane cogía el borde de mi escudo con dos manos y lo levantaba para que los demás lo inspeccionasen tan agudamente que casi me dislocan el codo.
—¡Casa de Pwill! —dijo Gustav pensativo-—. Bueno, evidentemente se ha vendido al mejor postor. No sabía que tuviésemos a ninguno de los nuestros de servicio allí.
Marijane soltó el escudo como si estuviese al rojo vivo y me dirigió una mirada de disgusto. Infiernos y condenación... ¡Qué le habla hacho yo a aquella primera mujer terrestre que veía después de siete meses para que se reuniese contra mí de tal manera?
—¡No seas tan cínico, Gustav! —saltó ella—. Gran impostor... gran intrigante...; Todavía es un sucio cerdo! A mi criterio deberíamos dejárselo a la multitud esa de ahí fuera.
Bruscamente Ken soltó mi brazo derecho. Me enderecé, frotándome la parte dolorida en donde sus manos me habían apretado; aquel joven tenía músculos.
—Calma, Marijane —dijo—. ¿Y bien, esclavo, qué te trae por aquí?
Desamparadamente confuso, contesté:
—Yo tengo que... dar un recado de parte de la novena esposa de mi amo.
—¿Qué recado?
—,¡No estoy muy seguro! Tengo que ir a esta dirección en el Acre y repetir un mensaje que me dio y...
Me interrumpí. Ken había chasqueado los labios y agitaba su cabeza con energía.
—Comprendo —dijo—. Comprendo. ¿Por casualidad es una dirección que está en el 660 al 127 ?
—¡Oh... si!
—En Casa de Kramer —dijo Ken a sus compañeros. Gustav asintió.
—¿Un lugar conocido? Jamás estuve aquí antes...
—¡Eso está claro! —saltó Marijane—. Todos sabemos que hay bastardos esclavos como tú. ¡Pero no nos gusta que nos lo pasen por las narices! ¡Si consigues salir de aquí, y si reúnes el valor suficiente para volver, esconde primero ese cochino escudo y no lo luzcas por el Acre!
Miró a Ken.
—¡Supongo que no le vas a dejar suelto por el Acre! —exclamó—. Puede que mienta... ¡Puede que nos esté vendiendo durante todo el tiempo!
Gustav asintió.
—Estoy de acuerdo con Marijane —dijo con su voz suave y bastante agradable—. Puesto que nos hemos apoderado de él, es cuestión nuestra mostrarlo limpio a las gentes de arriba.
—Asunto resuelto, entonces —Ken hizo un gesto señalando la callejuela—. ¡Adelante, tú! Y ves exactamente donde nosotros te digamos, ¿me oyes?